El fallecido Vicente Bianchi, con su insistencia, demostró que la música popular también es portadora de valores estéticos y autorales que merecen ser reconocidos.
Se nos fue un grande de la música popular chilena. El último vínculo que teníamos con una época de cantantes con orquesta, de pianistas de boites, de música incidental en vivo a la hora de la cena y de películas con bandas sonoras orquestales. Una época en que cabía una orquesta completa en un auditorio de radio o en un estudio de grabación. Y cuando la música popular usaba los mismos instrumentos que la música docta, aunque no sonaran igual y se usara el concepto de easy listening, para definir la primera.
Luego de desempeñarse como fantasista al piano en Buenos Aires y director de orquestas radiales en Lima, Vicente Bianchi regresaba a Chile a mediados de los años cincuenta dispuesto a darle un giro a la música popular chilena y a hacerla más internacional. De ahí surgieron sus tonadas sobre textos de Neruda de 1956 y su preocupación por crear obras sobre géneros del folclore, como en su Misa a la Chilena (1965) y su Te Deum (1970), por nombrar las más conocidas.
Si en esa época el jurado del Premio Nacional de Música hubiera optado por premiar también a músicos populares, Vicente Bianchi debió haberlo recibido en los años setenta, pero fueron dos compositores doctos y un director de orquesta los que lo recibieron. En la década de 1980 fue Claudio Arrau y un compositor y crítico musical los que lo obtuvieron, y así sucesivamente. Es que este premio había sido creado en 1945 para la música docta, época en que resultaba inconcebible que un músico con el perfil de Bianchi fuera considerado de igual a igual que nuestros compositores, pianistas y directores formados en el Conservatorio…
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