Hace 80 años, Sigmund Freud, el fundador de psicoanálisis, señaló que la salud mental estaba en la capacidad de amar y trabajar. En la actualidad, mucho se ha escrito sobre la precarización del trabajo y sus dificultades. Pero, ¿qué ha pasado con el amor? Si nos detenemos a leer los títulos de libros sociológicos, filosóficos y psicoanalíticos recientes, debiéramos inclinarnos a pensar que el amor tampoco ha corrido con buena suerte: “¿Por qué duele el amor? Una explicación sociológica”; “¿Puede durar el amor? El destino del romance a través del tiempo”; “El fin del amor”; “La agonía del eros” son sólo algunos títulos que podemos encontrar al respecto. Y es que el amor y sus preguntas parecen no agotarse sino renovarse en cada época.
Las investigaciones que se han realizado en Chile los últimos años plantean que vivimos en un tiempo en el que conviven modelos contradictorios entre sí: por momentos parecemos anhelar la experiencia de fusión con otrx y de construir un proyecto conjunto, propios del amor romántico. Pero, simultáneamente, aspiramos a sostener nuestra individualidad y nuestros proyectos personales, y deseamos encontrarnos con otrx de manera flexible y confluente, es decir, en cuanto su proyecto calce con nuestras aspiraciones. Algo de esto es lo que se ha conceptualizado como “post amor”: la idea de que, si cada unx llega a la relación en una posición autónoma y “deconstruida” de los antiguos mandatos románticos y de género, podríamos eliminar la experiencia de dependencia, sufrimiento y hostilidad de nuestras relaciones amorosas. Algunos hombres buscan evitar las masculinidades rígidas y “brutas” de antaño, mientras que algunas mujeres reconocen su derecho a desear y se rebelan ante la posibilidad de transar, para evitar quedar en posición de sometidas. Sin embargo, este “ideal” del post-amor, fluido y organizado en torno a consignas como el empoderamiento y la renovación, no parece fácil de encarnar. A menudo entra en contradicción con fantasías y deseos inconscientes que no se someten a nuestras convicciones racionales. Estos ideales pueden llegar a convertirse en mortificantes exigencias, que se padecen como problemas de rendimiento personal, invisibilizando que se trata de sufrimientos comunes transversales a nuestro tiempo. Por ejemplo, ante la privatización de las responsabilidades de la existencia, propia de las sociedades del nuevo capitalismo flexible, las relaciones amorosas se han visto tremendamente exigidas volcando sobre la vida íntima aquellas expectativas de seguridad y realización que no encontramos en el espacio social. Estas expectativas y sus contradicciones se despliegan en la experiencia individual donde cada persona está arrojada a la tarea de resolverlas privadamente. Una de las consecuencias de esto es que vivimos el vínculo amoroso con una permanente ansiedad frente al conflicto, sobre todo esos conflictos que “se cuelan” a pesar de nuestros acuerdos racionales y esfuerzos de respeto y comunicación permanente.
Entonces, ¿significa esto que antes el amor era mejor? Por cierto, que no y razones puede haber muchísimas, sobre todo si no nacimos hombres, heterosexuales, cisgénero, blancos y de clase media. Pero el punto que me parece que pudiera ayudarnos a enfrentar estos dilemas es el siguiente: todo arreglo cultural para organizar la relación entre los deseos individuales y el lazo social será siempre conflictivo, tal como Freud lo señaló cuando analizó los malestares en la cultura de su época y como investigadores actuales lo siguen advirtiendo.
El problema no se reduce a que ciertas formas de la cultura nos opriman, sino más bien en que el encuentro con otro implicará siempre un exceso, cierta negatividad de unx mismo, que conlleva el trámite con lo hostil junto a difíciles transacciones. Cada época da lugar a distintas fórmulas para la satisfacción del deseo, algunas más saludables que otras, pero estas siempre implicarán tensiones y contradicciones. Porque encontrarnos con otrx, tanto como darnos placer, implica aceptar que ciertos montos de incertidumbre y malestar son parte del asunto y no una falla del amor. Así, esa capacidad de amar que nos vincula con otros -en los más diversos arreglos relacionales- y que nos permite la salud mental, implica acoger el proceso vivo de transformación de nosotrxs mismxs y del otrx, tramitar conflictos inesperados y resistir la inclinación de erigir nuevas soluciones ideales. Si entendemos que deseo inconsciente y decisión voluntaria no siempre coinciden podemos enfrentar nuestras contradicciones y discontinuidades con más humor y creatividad. Habilitar espacios de experimentación, tiempos de búsqueda y/o transición, no implica un relativismo liviano o una apurada inversión de signos, sino cuidar la multiplicidad de nuestros deseos para ir abriendo formas de relación que trencen su complejidad sin sofocarnos en ella.
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