Luego de la aparición del último informe de ONUSIDA, donde se indica que Chile es el país de Latinoamérica donde más han aumentado las cifras de transmisión del VIH en los últimos años y a partir de las referencias hechas por el ministro de Salud Jaime Mañalich, es importante posicionar la discusión, no solo frente a este adverso contexto, sino como una invitación a pensar cómo se elaboran políticas públicas en materia de salud sexual.
La crisis sanitaria que vive Chile en términos de infecciones de transmisión sexual (ITS), y específicamente de VIH, ha significado que desde el año 2010 se han registrado 39.613 nuevos casos, según las estimaciones del Instituto de Salud Pública, lo cual significaría que existen actualmente 69.000 personas confirmadas, de las 90.000 personas que estima el Ministerio de Salud.
En Chile en el año 1984 murió el primer paciente a causa de SIDA. Si bien cuando la pandemia se registró en el país existía una brecha de 1 mujer con VIH por cada 18 varones seropositivos, actualmente esta brecha se ha ido cerrando al orden de 1 mujer por cada 7 hombres en 2015 y a 1 mujer por cada 5 hombres a 2018, según los datos registrados por ONUSIDA. En 2017 ONUSIDA indicó que, si bien hay menos mujeres que hombres viviendo con el virus, ellas están potencialmente más expuestas en ciertas situaciones a adquirirlo, ya sea por una situación de violencia doméstica, por motivos de abuso sexual, y sobre todo en un contexto donde la prevalencia del virus es elevada. Por otra parte, la falta de acceso a servicios de salud y de educación sexual, no hacen más que aumentar las posibilidades de transmisión en esta población.
La invisibilización de las mujeres en el campo del VIH ocurre por la estigmatización que opera hacia la población masculina-homosexual en el contexto de la aparición del virus, dónde hasta 1999 las relaciones consentidas entre dos hombres mayores de edad eran ilegales y, porque la prevalencia siempre ha sido mayor en hombres que tienen sexo con hombres (HSH).
Ahora bien, las mujeres, aunque en menor medida, también son una población afectada por el virus, sin embargo, pocos son los esfuerzos estatales en términos de cuidado del VIH, a excepción de las mujeres embarazadas para las cuales se activa un protocolo de tratamiento de antirretrovirales (TARV) y de prevención de la transmisión vertical, puesto que para el Estado mujer sigue siendo sinónimo de madre.
La acción de mujeres que viven con el virus se ha realizado desde la sociedad civil, sin participación de los Estados, a través por ejemplo de la ICW (en inglés- International Community of Women living with HIV/AIDS), las cuales han intentado visibilizar la diferencia sexual de vivir con VIH en las mujeres. Es importante notar que cuando se hace referencia a la transmisión del virus a mujeres y niñas, detrás se esconden distintas realidades, que van más allá del estigma del comercio sexual y la promiscuidad: situaciones de violencia sexual, matrimonios forzados, infidelidades masculinas (ya que la mayoría adquiere el virus de su pareja habitual) (MINSAL, 2015), entre otras vulnerabilidades que afectan a este gran segmento de la población mundial.
El modelo de atención del Consejo Nacional de Atención Integral del VIH-SIDA del año 2005 reconocía que en el 2003 hubo una “feminización” de la epidemia (CONASIDA, 2005), siendo la vía sexual la mayor causa de transmisión en el 94% de los casos. Con todo, y pese a lo anterior, no se generó ninguna recomendación en específico para las mujeres del país. De esta manera, las únicas indicaciones se orientan a la prevención de la transmisión vertical durante la gestación, parto y lactancia, porque pueden afectar la función reproductiva. Así, desde que se registró en 1989 la primera transmisión vertical, ha mermado de manera importante la cantidad de recién nacidos con VIH (MINSAL, 2017).
Las herramientas de prevención del VIH usadas por el Estado de Chile no han tenido una continuidad ni un público objetivo concreto. Actualmente, se sabe que una de las poblaciones con mayor riesgo de transmisión son los jóvenes entre los 14 a 29 años de edad, en tanto, este grupo no es homogéneo, tiene diferencias y particularidades que exigen una mirada más amplia por parte de las autoridades públicas. Ampliar la mirada exige y desafía a que este grupo etario se sienta llamado a aprender y participar en medidas de autocuidado y protección, en donde las mujeres heterosexuales, bisexuales y lesbianas sí son un grupo que no puede seguir siendo invisibilizado ni postergado.
¿Pero cómo prevenir e involucrar a las mujeres entendiéndolas también como una población objetivo, como un sujeto de derecho? Según ONUSIDA (2018), al igual que con el resto de población considerada de riesgo, es por intermedio de campañas de información y de educación sexual, en la entrega garantizada por el Estado de Prep (Profilaxis pre-exposición), en el caso de las personas que podrían estar expuestas al virus, y sobre todo, como se ha hecho en otros países con la utilización del PeP (Profilaxis post-exposición) herramienta importante en casos de violencia sexual que afecta mayoritariamente a mujeres en manos de hombres. Finalmente es de suma importancia que las mujeres tengan acceso a métodos de barrera (preservativos) en el sistema público. A simple vista, la formula puede parecer simple, pero mientras no se problematice, las mujeres deberán luchar para ser consideradas como un par más en la exigencia al fin de la crisis del VIH en Chile. Otro campo más de batalla se abre, como siempre la tarea para esta “gran minoría” no podía ser tan evidente.