Fuente: El Mostrador
Música clásica, docta o académica: a los investigadores que trabajamos con ella nos parece más preciso llamarla “música de tradición escrita”, un nombre por supuesto demasiado largo para el lenguaje coloquial, pero que apunta a lo que la distingue de otras prácticas musicales. Salvo algunas excepciones, se trata de una música que se escribe en partitura, lenguaje que sus intérpretes aprenden a dominar para poder reproducirla, no así sus auditores, que pueden disfrutarla sin vincularse con la escritura.
Los adjetivos de “académica” o “docta” de alguna manera se relacionan con la partitura, sugeriendo indirectamente que la interpretación de esta música supone el dominio de un conocimiento de corte académico. Pero también se han prestado para prejuicios y malentendidos, tales como la idea de que quienes trabajamos con esta música pensamos que vendría a ser una manifestación musical superior con respecto a otras, cuando al siglo XXI sería difícil desconocer la existencia y validez de las más variadas formas musicales, que nos rodean en nuestro entorno físico y en las redes sociales. Más allá de eso, la existencia de la partitura a veces conduce a la idea de que la música clásica “es” la partitura, invisibilizando su importancia como práctica cultural realizada en contextos particulares.
Entender la música como patrimonio implica abordar sus dimensiones materiales e inmateriales. La música clásica es en Chile un patrimonio vivo, porque a lo largo del país existen personas que la practican, la enseñan y la escuchan. Sus diversos repertorios son interpretados por coros, orquestas y ensambles de músicos profesionales y aficionados, de niñas(os) y jóvenes, siendo sujeta muchas veces a arreglos y adaptaciones que la transforman en línea con las necesidades de comunidades particulares. La música clásica continuará viva en Chile en la medida en que haya personas que se interesen e identifiquen con ella, que disfruten escuchándola e interpretándola en salas de conciertos…
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