Fuente: Ciper
La autora de esta columna hace un repaso de los problemas que genera el régimen político en la gobernabilidad del país y las modificaciones que se propusieron en los fallidos procesos constituyentes. En cualquier caso, sostiene, toda modificación que se plantee debe ir por el sistema completo y no solo por solo algunas de sus partes.
Desde hace décadas existe un diagnóstico más o menos compartido que evalúa negativamente el presidencialismo chileno y comparte la necesidad de cambiar el actual régimen político por uno que limite las atribuciones exacerbadas del Presidente de la República, equilibre las atribuciones entre éste y el Congreso Nacional y permita una mayor gobernabilidad.
Este juicio general podría desarrollarse a fin de enunciar una serie de deficiencias tanto de diseño constitucional como coyunturales. Entre ellas, la posibilidad de que el Gobierno no cuente con mayoría parlamentaria para llevar adelante su programa de gobierno. La ausencia de mecanismos institucionales que promuevan la cooperación entre el Gobierno y el Congreso Nacional, sumado a que, si bien el Congreso bicameral tiene un rol legislativo y fiscalizador, no tiene la responsabilidad institucional de gobernar. La concentración excesiva de atribuciones en el Presidente que desincentiva su coordinación con el Congreso, lo que contribuye a la parálisis del régimen político. Problemas de representación, la personalización de la política, la alta volatilidad electoral y la incapacidad de los partidos de interpretar las preferencias ciudadanas5. Los altos niveles de fragmentación del sistema de partidos a causa de las reformas realizadas entre los años 2014 y 2016. Finalmente, el discolaje, la indisciplina partidaria y el transfuguismo, que generan bloqueos legislativos, entre otros asuntos.
Algunas de estas problemáticas se revisaron y discutieron ampliamente en esta última década en los tres procesos constituyentes que transitó Chile para sustituir institucional y democráticamente la Constitución Política. Sin embargo, tanto en el segundo (2019-2022) como en el tercer proceso constituyente chileno (2023), los convencionales y los consejeros constitucionales, respectivamente, desecharon cambiar el régimen político presidencial con dos argumentos principales: la arraigada tradición constitucional del presidencialismo en Chile y el interés ciudadano por elegir directamente al Presidente de la República. En todo caso, la regulación del presidencialismo en cada proceso fue distinto. Por una parte, la Convención Constitucional mantuvo el presidencialismo con un bicameralismo asimétrico, pero buscó atenuarlo. A diferencia del Consejo Constitucional, que restauró el presidencialismo y reforzó algunas aristas de aquél, y, además, enfatizó otros elementos vinculados con la gobernabilidad, tales como la excesiva fragmentación política en el Congreso Nacional y la indisciplina partidaria.
Si bien en los primeros meses de trabajo de la Convención Constitucional se barajó la posibilidad de un régimen parlamentario o semipresidencial, rápidamente se decantó por mantener el presidencialismo, aunque atenuado, con cambios orientados a equilibrar las atribuciones del Gobierno y del Congreso Nacional, más precisamente de la Cámara de Diputadas y Diputados. Tras varios informes rechazados por el pleno de la Convención, el texto plebiscitado mantuvo al Presidente como jefe de Estado y de gobierno, pero se acotaron sus atribuciones colegisladoras en lo que respecta a la iniciativa exclusiva de ley, al veto y a las urgencias. La principal innovación en este ámbito fue el término de la iniciativa exclusiva presidencial en materia de gastos – salvo de presupuesto – para dar lugar a las leyes de concurrencia presidencial necesaria. Por otro lado, algunos nombramientos de autoridades estatales eran ratificados por el Congreso con quórums menos exigentes o decididos directamente por el Poder Legislativo.