Fuente: Le Monde Diplomatique
Esta columna no se escribe a propósito de un hecho o desastre en particular reciente, más bien, intenta poner en relevancia un importante problema cultural de nuestro país y que debe ser constantemente recordado. Históricamente, hemos sido reactivos a la hora de enfrentar y convivir con fenómenos naturales, trayendo con esto trágicas consecuencias en términos de pérdidas de vidas e infraestructura (Rinaldi y Bergamini, 2020).
Considerando lo anterior, desde la academia y desde ciertos sectores de la sociedad civil, se trata a los desastres generados por fenómenos naturales desde un solo corolario: “Los desastres no son naturales”. Esta manera de reflexionar sobre los múltiples problemas que genera convivir con amenazas tales como terremotos, tsunamis, movimientos en masa, inundaciones, etc., conlleva a la razonable idea de que debemos prevenirlos. Si bien recientemente la normativa nacional asociada a la gestión de los riesgos de desastres cambió con la intención de migrar desde un sistema reactivo a uno preventivo (Ley 21.364 de 2021), esta requiere permear y hacerse “viva” tanto en los agentes del estado como en los ciudadanos. Este último paso más que necesario es ineludible.
Sin embargo, cambiar una norma no garantiza que se modifique una conducta arraigada a nivel cultural, por lo que se requiere de un plan nacional integral que genere el golpe de timón necesario para la reducción del riesgo de desastres. La discusión académica en Chile ha explorado distintas propuestas y métodos para el abordaje del problema, inclusive llevándola hasta la perspectiva ética (ej. Araya-Cornejo, Lizana y Abarca, 2023). Sin embargo, a pesar de los distintos enfoques existe un importante consenso: la educación debe ser no solo un gran pilar, sino que la piedra angular para una estrategia nacional exitosa. Y es que existe una relación inherente entre la cultura y la educación tanto formal como informal (Gay, 2000; Di Girolamo, 2005).
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