Fuente: El Mostrador
El español es una lengua hermosa. Se deja acariciar y permite desplazarse en las sinuosidades de los senderos, en las penumbras de los atardeceres y en los claros de un bosque. Y, escrita o hablada, es una lengua que acaricia. Pero no es lengua que perdone. El maltrato que de ella se hace se torna en maltrato a las personas, a las cosas y a los seres vivos. La palabra mal dicha puede ser un agravio, y, una vez dicha, no se puede desdecir. El español permite construir un mundo, o destruirlo.
El mundo se descubre a través de las palabras lo mismo que el propio mundo crea o invita a crear palabras. Hay palabras que producen cosas y cosas que producen palabras. Y hay palabras que expresan intenciones e intenciones que se expresan en palabras. La desafortunada indicación a la Ley de Pesca fue una mala palabra o, si se prefiere, una palabra que obró contra su propio propósito. La indicación decía que “el Estado establecerá los mecanismos necesarios para garantizar el correcto manejo de los recursos hidrobiológicos sintientes en la pesca industrial”.
Resulta difícil para la comunidad descifrar un mensaje de cuya buena intención no puede dudarse. Pero… el español, enmarañado con la jerga científica o el ideologismo, no suena bien ni representa adecuadamente lo que se quiere decir. En efecto, afirmar que los recursos hidrobiológicos son sintientes es incurrir en una contradicción no menor. Lo que llamamos recurso es un concepto que da cuenta de lo que para ciertos grupos humanos constituye algo necesario. En rigor, los seres vivos, los minerales y demás materiales de que está hecho el planeta no son recursos, se les convierte en tales. De no ser así, ¿a quien en su sano juicio podría caber la idea de afiliar la pesca a un Ministerio de Economía y no a uno del Medio Ambiente o de Agricultura?