Fuente: El Mostrador
Es que la posibilidad de confesar a Dios en vano es tan antigua como peligrosa. No ha habido nada más dañino en la historia del cristianismo que traducir a Dios en cruzadas, privilegios y derechos sobre los demás. Hasta antes de Constantino (siglo IV), los cristianos fueron perseguidos por el Imperio. Después de la conversión del emperador, los cristianos comenzaron a perseguir a los que no lo eran.
La oración en común de los líderes de las grandes tradiciones religiosas de las últimas décadas –recuerdo la de Juan Pablo II con representantes protestantes, musulmanes, judíos y otros– apunta en la dirección contraria. No así los actos atroces de terrorismo en nombre de Dios o el inveterado colonialismo confesional. Pues bien, la globalización, que imbrica las creencias o las opone, nos exige más que nunca encontrarnos en lo fundamental. Dicho en términos coloquiales, demanda “poner la pelota en el piso”. Juguemos, pero en condiciones que nos hagan gozar a todos por parejo.
La humanidad requiere ir a la raíz. Se sea creyente o increyente, se crea esto o aquello, solo si se comparte lo más hondo de lo hondo se conseguirá una comprensión recíproca, favorable a una coexistencia y a una copertenencia dichosa. Estas son ciertamente más deseables que hacer prevalecer el propio credo sobre el de los demás.