Fuente: Tercera Dosis
Por Alejandra Luneke y Juan Pablo Luna
América Latina ha vivido en las últimas cuatro décadas el período de mayor estabilidad democrática de su historia. A pesar de eso, la democracia no ha sido capaz de controlar la violencia en la región ni cumplir con el ideal de paz y equidad que promete como régimen político (Pearce, 2010). Si desde mediados de los 80s la democracia constituyó la mejor alternativa para superar la violencia ejercida por regímenes autoritarios y dictatoriales, cuarenta años después, ella sigue configurando el orden político en la región, aunque tiene una naturaleza muy distinta.
Hace ya una década Arias y Goldstein (2010) argumentaban que nuestras democracias enfrentaban y a la vez coexistían con múltiples expresiones de violencia. Algunas eran provocadas por organizaciones políticas (guerrillas, grupos paramilitares o movimientos de vigilantismo[1] ciudadano); otras provenían de espasmos de violencia no organizada, como las protestas; de la represión estatal de la protesta, así como también de la corrupción estatal institucionalizada.
La novedad más reciente es que el crimen organizado ha ido colonizando esas formas de violencia, haciéndose crecientemente capaz de gobernar amplios territorios y sus poblaciones (Arias, 2017). La democracia ha fracasado sistemáticamente ante estos desafíos.
Los siguientes datos dan cuenta de este fracaso: América Latina es la región más violenta del mundo (UNODC, 2019) y sus ciudades registran altos niveles de criminalidad, situación estructural que ha sido amplificada en años recientes, entre otros factores, por los efectos de la pandemia del COVID-19 y por la consolidación del crimen organizado como una actividad crecientemente lucrativa y con alcance global. De hecho, el último reporte global sobre drogas y crimen de Naciones Unidas (2021) destaca que desde la pandemia se han desencadenado o acelerado ciertas dinámicas de tráfico como envíos cada vez mayores de drogas ilícitas, un aumento de la frecuencia de las rutas terrestres y fluviales utilizadas para el tráfico, un mayor uso de aviones privados para el tráfico de drogas y un aumento del uso de métodos “sin contacto” para entregar la droga a los consumidores finales.
La violencia homicida también ha aumentado y se ha expandido. Hacia 2017, la región concentraba la cantidad de países con mayores tasas de homicidios (superando a la región africana) y la mayor cantidad de muertes con uso de armas de fuego (UNODC, 2019). Y todo esto ocurre en democracias profundamente desiguales (CEPAL, 2016) con megalópolis altamente segregadas (Muggah, 2015) que han condenado a los más pobres a vivir en amplias áreas informales, exponiéndolos, a su vez, a crímenes de extorsión, trata, secuestro y violencia en los procesos de acceso al suelo y la vivienda.