Fuente: El Siglo
Hace algunos años el historiador y urbanista Gonzalo Cáceres se interrogaba sobre lo que identificaba como una allendización de la política propiciada por la irrupción de los movimientos sociales, sobre todo a partir de 2011. La figura de Salvador Allende en “la primavera chilena” era la única de un político que sobrevivía a la “adultofobia” que inundaba las calles. ¿Por qué en momentos donde la institucionalidad política empezaba a ser cuestionada radicalmente, un revolucionario respetuoso de la institucionalidad era reivindicado?¿Qué es lo que hacía posible que “Allende” transitara nuevamente por las calles de Chile?
Salvador Allende representa un equilibrio paradigmático entre lo que Weber distinguió como “ética de la convicción” y “ética de la responsabilidad”. Por un lado, la inclinación a actuar conforme a principios orientadores claros y, por otro, actuar haciéndose cargo de las consecuencias de sus decisiones. El sacrificio de Allende en la Moneda consagra su convicción democrática de respetar hasta el final el mandato que le entregó el pueblo y al mismo tiempo su intento desesperado por evitar un derramamiento mayor de sangre. El gesto final del “Presidente Mártir” ha, sin duda, contribuido a preservarlo como un ícono de coherencia moral que permite cuestionar las expresiones actuales de la política.
Sin embargo, algunos críticos, en un sentido más bien opuesto a lo aquí expresado, han señalado que el gobierno de la Unidad Popular fue un afirmación unívoca de “ética de la convicción” sin “responsabilidad”. Lo curioso es que muchos de los que podrían ejemplificar esta tendencia en el campo de la izquierda, por aquel entonces, pasaron a practicar “una ética de la responsabilidad” carente de “convicción”, un paradojal allendismo vaciado de socialismo, o sea un allendismo imposible. Alfredo Jocelyn-Holt lo sintetizó con el subítulo a su Chile Perplejo: “Del Avanzar sin transar, a transar sin parar”.
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