Fuente: La Segunda
En estos días, y en los venideros, nos unirán los recuerdos y la historia. A algunos en el dolor y la pérdida; a otros en el sentido de victoria o de liberación. Sin embargo, a unos y a otros, nos unirá lo que nos separa. Estaremos atados, inevitablemente, por el odio o el deprecio, según el lugar que tomaremos respecto del pasado que, después de 50 años, no ha sido conjurado ni repelido, resuelto ni, menos, comprendido. Donde comprender no es sinónimo de domesticar.
Como en la pieza de un hotel, en aquel texto dramático de Jean-Paul Sartre en el que todos los que llegan tendrán que mirar a otros, a los que no soportan, infinitamente, como un reflejo indeseable de lo que cada uno de ellos es para sí y para los demás. El infierno son los otros, porque por más que quisiéramos, no son tan distintos de lo que somos. En los ojos sin párpados de los que van llegando se refleja el rostro del que está impedido de reconocerse frente a un espejo o un vidrio. Pero, en cambio, en la mirada de los que odia o desprecia se verá y reconocerá hasta el infinito. Es el verdadero infierno existencialista, tan distinto del dantesco, en el que los sujetos de la Francia de postguerra tendrán que habitar, colaboracionistas y miembros de la resistencia, tendrán que convivir a puerta cerrada. La aceptación de los otros no es, por lo tanto, sino la aceptación de nosotros. En nosotros habitan los adversarios de los que son nuestros adversarios. Sin embargo, lo que vemos y rechazamos en los otros es lo que podemos reconocer en nosotros mismos porque nos es familiar o conocido…
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