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Columna de Pablo Salvat, académico del Departamento de Política y Gobierno.
Ha sido la noticia del momento. Por cierto, aupada por el conjunto de los medios con dueños privados que tienen un particular interés en este tipo de situaciones. ¿Tenía que suicidarse el Sr. A. García? ¿Es responsabilidad primordialmente suya? o ¿el quitarse la vida es incitación indirecta de acusadores externos que lo tienen como eventual corresponsable de caso de corrupción con la empresa Odebrecht? Alguna gente de Gobierno, el de aquí, claro, habría dicho que si se demostrase la inocencia de ese señor, entonces serían los acusadores culpables de su “asesinato”. Pero, por favor, ¿de qué estamos hablando? ¿Son los presidentes y/o dirigentes políticos seres fuera de lo común, tan especiales, que no pueden tocarse ni acusarse? Ya se demostró que Dilma en Brasil no era culpable de lo que se le acusó interesadamente. ¿Y qué pasó con todos aquellos –los medios en primer lugar- involucrados en esa acusación? Silencio. Ahora, es cierto: su suicidio puede ligarse obviamente a un interés en no ser acusado y castigado con cárcel, por ejemplo; y también, puede deberse a problemas de salud mental. Con todo, no deja de ser singular el momento que elige para quitarse la vida: justo cuando lo vienen a notificar. En fin, pero hay más cosas. Las cuestiones de fondo aluden al tema de las corrupciones estructurales que ha tiempo pueblan nuestros países; al desanclaje entre ética sociedad y política, y a las dificultades que tienen aquellos que hemos colocado en puestos para hacer justicia, para que la hagan (y no tiemblen ante los poderes de turno). Si estos últimos están también corrompidos, entonces por ahora el futuro no se ve muy halagüeño que digamos. Ni siquiera para esta democracia protegida y limitada. Con todo, tenemos que sacar el tema corrupción de su mero enfoque individualista. Es importante, como no. Pero no es lo único. Los individuos, más aun, los poderosos, no viven solos en una isla, aislados. Claro, siempre queda la pregunta rondando: ¿para qué un señor – cualquiera- que ha sido presidente de su país, nada de pobre ni desestimado por la divina providencia, acepta participar en actos de corrupción, de manera directa o indirecta? Como algunos se preguntan: ¿se debe a cierta patología, a la falta de ética o a un intelecto limitado en su ejercicio?
¿Es que todas las personas son entonces corruptas por “naturaleza”? Esto sería lo más fácil y tranquilizador. Es como cuando se dice: siempre ha habido flojos, pobres y delincuentes. Con el “siempre” y el “todos” estamos absolviendo a priori las responsabilidades personales y el juicio ético-político sobre el sistema dominante y su ideología. Nada se puede hacer entonces. Solo poner castigos y normas más férreas aun. Sin embargo, no podemos olvidar que la ética y la moral no flotan en el aire, fuera de la historia y los conflictos. Ambas responden a algún modelo filosófico, a ciertas normas, costumbres o tradiciones propias de una cultura determinada. Y hoy, ¿cuál es la ideología dominante en el país? Hablar de corrupción sin ir más allá, es quedarse corto: es el mismo sistema económico-político, de globalización neoliberal y capitalismo financiarizado, el que está viciado desde su propia raíz.