Diseño sin título - 1
Fuente: El Desconcierto
Una revuelta es una sacudida, un límite, una advertencia. Manifiesta un descontento masivo articulado en el recorrido cotidiano de compartir frustraciones, anhelos, rabias colectivas en el consultorio, el paradero de micro, la feria, la fila para repactar deudas. Es la manifestación de la imposibilidad de seguir soportando la reproducción de la vida bajo los mismos términos. Viene a mostrarnos eso que no se supo o no se quiso ver, que no se ponderó, eso que “no veíamos venir”. Una revuelta es un espejo en que una sociedad pocas veces quiere reconocerse, menos aun cuando la vida retoma -aparentemente- su normalidad.
Sin duda es una tragedia, porque los costos son demasiado numerosos, en especial para quienes se movilizan: muertes, mutilaciones, golpes, tortura, cárcel. La lista podría seguir sumando si la llevamos a otros contextos históricos. Por más que también tenga una dimensión festiva, creativa, lúdica, sigue siendo una tragedia para un pueblo que enfrenta la maquinaria represiva del Estado, una tragedia que nadie o muy pocos quieren repetir. Pero siguen ocurriendo. La revuelta de 2019 no fue la primera.
Tenemos una larga trayectoria de otras experiencias en que esas “mayorías silenciosas” han despertado. Así fue con las Jornadas de Protesta bajo la dictadura de Augusto Pinochet en la década de 1980, también en las jornadas de abril de 1957 y agosto de 1949, ambas desarrolladas bajo el imperio de la llamada Ley Maldita o Ley de Defensa Permanente de la Democracia. Ha sido una larga trayectoria en que los “estallidos” marcaron un parteaguas político y social, que posteriormente han sido dirigidos o encauzados dependiendo de los intereses tácticos o la correlación de fuerzas políticas de cada coyuntura…
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