Fuente: El Mostrador
La virtualización de la enseñanza ha planteado enormes desafíos, entre los cuales, la dimensión material ha dejado a la vista, una vez más, las inequidades de las y los estudiantes de nuestro país. Así como un grupo minoritario puede seguir sus clases a distancia, puede realizar sus trabajos y puede aprovechar, buenamente, sus condiciones para lograr avanzar en sus aprendizajes, otro grupo, ostensiblemente mayor, no tiene qué comer.
Como la canción de Schwenke y Nilo –“Con datos de la Unicef”–, se vuelve más dramática la diferencia entre los “siete niños que no tienen que comer” y aquellos que navegan en internet, consultan a sus padres cuando tienen dudas, escuchan a su profesora telemáticamente y ese largo etcétera que constituye la brecha educativa, símbolo indignante de la sociedad desigual en la que vivimos.
¿Y qué han hecho las escuelas y establecimientos educativos? En la desesperación han proliferado las rifas y tómbolas, campañas para recolectar aparatos tecnológicos y repararlos gracias al aporte de un apoderado o un vecino que ofrece su trabajo para tratar de acortar esa brecha. Y mientras se organizan las comunidades educativas para conseguir cómo entregar mejores oportunidades de aprendizaje a sus estudiantes, una parte de ellas se organiza para levantar una olla común o para comprar materiales “educativos” y de esparcimiento, como libros, lápices, hojas para pintar e instrumentos para hacer algo de música.
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