Fuente: La Tercera
La condición humana está llena de luz y sombra. La amplia gama de emociones que vivimos cotidianamente son un motor para la toma de múltiples decisiones. Nada de esto es nuevo, por cierto. El teatro y, en general, el arte, representa cómo nuestra condición humana puede llevarnos a tragedias previsibles, a aventuras desafortunadas o a equívocos jocosos. Esto hace que la cultura sea un espacio que debe ser cuidadosamente preservado, pues es el reflejo de nuestra autoconciencia social e histórica.
Esta conciencia sobre nuestra realidad explica en parte el por qué, en el ejercicio del poder, no dependemos únicamente del carácter de quienes están en los cargos de decisión. El que uno de nosotros sea más educado o bien haya tenido una conducta previa intachable no es garantía suficiente de que, enfrentado a la posibilidad de abusar, mentir o robar, no lo haga. Poco y nada pesa para estos efectos la militancia, pues la humanidad no muta ni se restringe dependiendo del sistema de creencias o ideología.
La solución histórica ha sido atar el poder mediante la generación de instituciones donde cada cual tiene un rango acotado de decisiones que tomar, donde existen controles sobre esas decisiones y leyes a través de las cuales se ejerce ese poder. Así hemos buscado prevenir que existan tiranos que roben, maten y mientan, aunque no siempre funcione. Este es el sentido tras la evocación “dejen que las instituciones funcionen”. Al igual que en un gran teatro, los políticos de profesión conocen su papel en la obra, sus líneas y la de sus compañeros; alguien puede “improvisar” u olvidar sus líneas, pero esto debe ser la excepción, no la regla. La legítima expectativa es que nuestros políticos profesionales tengan la preparación necesaria para ejercer sus cargos. Esto supone conocer cuál es la misión de un diputado, un senador, un alcalde, un gobernador, un ministro; lo mismo aplica para quienes asesoran técnica y políticamente.