Chile es percibido en la región como uno de los países con menores índices de corrupción. Algunos casos recientes y la sensación pública que el problema es generalizado, puede hacernos cambiar de opinión sobre esta idea. Algunos medios internacionales han destacado que estos escándalos son una oportunidad, pero mal manejados pueden perjudicar la imagen de la institucionalidad en Chile.
De acuerdo al Barómetro Global de Corrupción de Transparencia Internacional, los partidos políticos, parlamento y sistema judicial han ocupado los peores tres lugares en el ranking de instituciones más corruptas. Sin embargo, esto no es estático. En los últimos diez años, el chileno medio ha cambiado radicalmente su opinión sobre el grado de corrupción existente en el sistema educativo, instituciones religiosas, instituciones médicas y de salud, el sector empresarial y los medios de comunicación. Frente a los últimos escándalos de los sectores privado y público, uno no puede sino que reconocer la buena capacidad de medición del instrumento de Transparencia Internacional para sopesar la cambiante percepción del público.
¿Por qué nos llama la atención y nos sigue asombrando que dichas situaciones se hayan gestado, si en nuestra vida cotidiana vemos situaciones de tráfico de influencia y abuso de poder, que culturalmente parecen ser aceptadas en todos los niveles socioeconómicos y en las situaciones más diversas? Desde apitutarse para lograr matricular a un niño en un colegio, hasta las altas tasas de evasión que se registran en el Transantiago, o el pago de imposiciones en base a salario mínimo –o a veces incluso no pago- a las trabajadoras del hogar (en donde una parte paga menos y la otra no quiere perder beneficios sociales). Sin dramatizar, debemos cuestionarnos sobre la probidad del chileno promedio.
La actual crisis puede ser una buena oportunidad. Chile ha destacado claramente en la generación de instituciones formales (reglas, leyes, constituciones), como las describe Douglas North (Premio Nobel de Economía 1993). Pero no lo ha logrado en las informales (normas de comportamiento, convenciones y códigos autoimpuestos de conducta). Los ejemplos son variados en todos los ámbitos: el ocultamiento de información para la Ficha de Protección Social, el uso de fondos para fines distintos a los que fueron previstos (la reconstrucción post terremoto del 2010 nos dejó otro escándalo), el sistema de Alta Dirección Pública con sus constantes pedidos de renuncia frente a cada cambio de gobierno; ternas para cubrir puestos y la sospecha que ya está escogida la persona; las sociedades entre cónyuges simplemente para bajar la carga tributaria; por nombrar sólo algunos casos.
El paso al desarrollo, no depende solamente del nivel del PIB per cápita, sino fundamentalmente de aquellas limitaciones informales de las que habla North. La ausencia de éstas opera microscópicamente carcomiendo los avances en productividad (incrementando los costos de transacción, transformación y producción en palabras de North). Si no avanzamos en la generación de códigos autoimpuestos de buena conducta en lo público y en lo privado, estaremos condenados a seguir en la “trampa de los ingresos medios” avanzando en forma mediocre.
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