“Se plantea que las ruinas no son sólo producto del trabajo de las fuerzas de la naturaleza, terremotos y erosión; ellas son siempre resultado del trabajo conjunto entre estas fuerzas y las agencias de la sociedad históricamente situada”, señala Francisca Márquez, académica del Departamento de Antropología y parte del proyecto Fondecyt Ruinas Urbanas, réplicas de memorias en ciudades latinoamericanas (1180352), que durante las primeras semanas de julio expuso en la Galería Barco una experiencia inmersiva a partir de tres dispositivos audiovisuales que proyectan de manera simultánea las imágenes de ruinas y las prácticas que allí se realizan.
“La muestra propuso caracterizar la ruina como un artefacto arquitectónico que en sus fisuras nos habla de historias y memorias; un pasado que se actualiza y se hace presente con su sola presencia en la ciudad contemporánea. Se propone la ruina como una amalgama virtuosa que nos permite pensar en esta gran arquitectura fisurada ya no como destrucción, sino como un dispositivo para el resguardo de las memorias en el paisaje de la ciudad”, nos cuenta Márquez. Además, contempló un conversatorio entre la arquitecta Cecilia Puga, el arquitecto Dino Bozzi, el arquitecto Anton Zu Knyphausen y la antropóloga Francisca Márquez. En esta conversación se analizó el papel del Palacio Pereira (como ruina restaurada) y la Basílica del Salvador (ruina viviente) en nuestra ciudad de Santiago; así como el valor estético, arquitectónico y de construcción paisajística que las ruinas expresan en la ciudad.
En ese mismo sentido, Francisca señal que la importancia de las ruinas en la sociedad radica en el hecho de que en “una nación telúrica y donde los movimientos sísmicos condenan a sus habitantes a ser parte de una geografía y arquitectura trizada, la ruina opera como un dispositivo de identidad forjada bajo el vaivén perpetuo. La ruina, en este sentido, nos retrotrae a la catástrofe como marca de origen, pero también al anhelo de trascender y superponernos a esa naturaleza indómita. La ruina, como metáfora y evidencia, nos recuerda de nuestra fragilidad y también de nuestra valentía”. Y agrega que “cuidarla, respetarla, escudriñarla, amarla y detestarla, es la respuesta frente al miedo que nos da esa naturaleza que enmaraña y arremete en nuestra historia. Permitir ser a la ruina en nuestras ciudades, es también atreverse a mirar a nuestros muertos y espectros, pero, sobre todo, atreverse a celebrar ese pasado – presente. Dejar ser a nuestras ruinas es abrir espacio a un tercer paisaje en los términos de Gilles Clement, comprendido como ese paisaje urbano que nos ayuda a la mirada oblicua y conflictiva, pero siempre increpadora al diálogo y al intercambio”.
Francisca finaliza señalando que “si las ruinas existen es porque ellas hacen sentido para el presente de nuestras culturas y nuestras ciudades. En una sociedad acostumbrada a la tabula rasa, las ruinas invitan a la tolerancia, al respeto de nuestras historias e interrogar de manera reflexiva nuestro pasado. En este sentido, las ruinas en nuestras ciudades son una invitación a respetar y consolidar la condición de los urbano como posibilidad siempre abierta a lo diverso y heterogéneo”.