Por Coralia Tobar
Si pensamos en la banda sonora de fines de los años 60, de autoría chilena, inmediatamente el tocadisco personal que cada uno lleva dentro pone la aguja en temas de Violeta Parra, Víctor Jara, Patricio Manns, Inti Illimani y otros. Tras esto, es imposible no llenar de emociones personales aquel recuerdo, tal vez no vivido pero sí transmitido de generación en generación a un Chile distinto, poblado de hombres y mujeres convencidas de poder cambiar el mundo.
A 50 años del golpe de Estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende son numerosos los esfuerzos por buscar respuestas a preguntas fundamentales. En esta ocasión, sintonizamos aquel soundtrack icónico para tratar de entender qué perdimos con ese quiebre profundo y qué fue lo que se transformó de manera irreversible para Chile.
Reconstitución de la escena
Retrocedamos en el tiempo, ¿qué estaba pasando en la música chilena antes del golpe? El académico del Instituto de Música de la UAH Juan Pablo González cuenta que el ambiente musical en Chile era muy variado: “Existía una música más comercial, con gran figuración de baladistas europeos pegando mucho en las radios, que contaban con la gran promoción del Festival de Viña. La música nacional no tenía más allá de un 20 % de difusión en las radios, muy parecido a lo que sucede hoy”. Sin embargo, esta realidad contrastaba con el gran número de presentaciones de grupos nacionales tocando en peñas, marchas, mitines políticos, recitales universitarios, plazas de barrios populares, entre otras instancias.
Sobre esas actividades “en vivo”, Roberto Márquez, vocalista de Illapu, explica: “Estaba en plena marcha lo que se denominó Nueva Canción Chilena, movimiento de naturaleza política y social que iba más allá de los gobiernos de la época. En ese contexto, el gobierno de Salvador Allende reconoce este impulso y lo lleva a su máxima expresión, desarrollando una verdadera banda sonora de su proyecto político que animara al pueblo. La música estaba en todas partes. Nosotros tocábamos un día en Yarur Sumar, que estaba tomada por sus trabajadores, y al otro día en la UNCTAD, actual GAM, donde conocíamos a otros grupos folclóricos latinoamericanos, aprendiendo de ellos e intercambiando sonidos y experiencias”.
En su sala de ensayo, rodeado de afiches históricos, Márquez rememora: “Con el Illapu llegamos el año 71 a Santiago, desde Antofagasta, y nos sumamos a este ambiente de efervescencia cultural. En el Chile de ese tiempo se encontraban la política con su afán de cambio social y la música con su enorme poder para transformar las conciencias. Esa confluencia virtuosa fue única en nuestra historia y se volvió un movimiento más poderoso de lo que pensamos en aquel momento”.
El impulso oficial
¿Cuál fue la principal característica de la música chilena de ese periodo? Si pudiéramos resumirla en una, tal vez, sería su originalidad. La doctora en Musicología y académica del Instituto de Música UAH Lorena Valdebenito argumenta en esta línea: “Había un impulso por hacer las cosas como nunca antes se habían hecho y eso fue tanto en lo político, con el proyecto del socialismo por la vía democrática, como en lo social y en lo artístico. Obviamente, la creación musical de ese tiempo porta ese sello”.
Buscando el origen de estas fuerzas transformadoras, nos encontramos con una decisión tomada en La Moneda:
“La importancia de los gobiernos radicales y su anhelo por ilustrar las capas medias y bajas de la sociedad tuvo un impacto enorme en el devenir de Chile. Sin aquella política pública no habrían existido figuras como Violeta Parra, Victor Jara, Pablo Neruda, Nicanor Parra y tantos otros creadores que marcaron la pauta en el arte. Tampoco hubiese sido posible gestar el cambio social y político que vendría cinco décadas más tarde. Pensarlo de esta forma es volver a poner al centro la relevancia de las políticas públicas como procesos transformadores de una nación. Nada surge espontáneamente, tampoco en el arte”, enfatiza la musicóloga.
La ilustración y posterior politización de estas capas de la sociedad dio paso a un profundo sentido de pertenencia de clase y a una fuerte búsqueda identitaria. La docente destaca aquí la labor de Violeta Parra, “quien recorre el país recolectando costumbres ancestrales; las melodías y los versos, los relatos y las imágenes que acompañaban el dolor, el amor y la muerte de los marginados y los oprimidos en los rincones de Chile, convirtiendo todo eso en música”.
Roberto Márquez coincide y agrega: “Violeta fue señera en esta labor de construir un nuevo folclor como un espejo de lo social y empieza a influenciar a los más jóvenes. Ahí están figuras como Víctor Jara y Rolando Alarcón y toda una camada que siente el llamado desde el folclor a denunciar las injusticias que se estaban viviendo”.
Una vez más, el arte musical responde a la necesidad social de un pueblo que estaba tomando conciencia de sus heridas y decidiendo sobre su futuro. “Por eso, la confluencia entre la música y la política surge como un evento poderoso, orgánico, más allá incluso de la vocación cultural que el gobierno de Allende haya tenido. Por esta razón es que en Chile vemos a la Violeta iniciando este camino, pero en Uruguay estaba Alfredo Zitarrosa, Atahualpa Yupanqui en Argentina y después el Tropicalismo en Brasil, que eran desarrollos paralelos que se potenciaban y enriquecían unos con otros. Digo esto para tener una dimensión de las fuerzas que impulsaban los cambios en la creación y la expresión del pueblo chileno”, así lo explica el músico antofagastino.
En medio de la efervescencia cultural de 1973, el ambiente de polarización social y política no merma la gran actividad artística que se vivía en los barrios y en los escenarios del país, hasta ese martes 11 de septiembre.
El golpe y el apagón
Durante los primeros días de la dictadura muchos cultores son llamados a la Comandancia en Jefe del Ejército para “informar” sobre sus actividades. Paralelamente, bandos militares prohíben la interpretación de charangos, quenas, zampoñas y así sucesivamente hasta silenciarlo todo. “Después vino el asesinato de Víctor y eso fue tremendo por la importancia de su figura y porque nos paralizó el miedo; eso es lo que nos iba a pasar si continuábamos tocando nuestra música. Con su muerte empieza el real apagón cultural”, así describe la voz principal de Illapu los primeros tiempos de la represión de la dictadura.
“Muchos de los que se presentaron a los llamados de la Comandancia en Jefe fueron torturados o enviados a campos de relegación en el norte o en el sur. Nosotros no nos presentamos. Volvimos a Antofagasta a sumergirnos o a dedicarnos a otra cosa para sobrevivir”. Roberto Márquez indica que esta verdadera mordaza artística duró aproximadamente un año, tras el cual y contra toda maniobra de poder, comienza a gestarse otra etapa en la música chilena.
Después de aquel año de silencio total en que el régimen desplegó una estrategia para controlar a la población, muy lentamente comienzan a resurgir los grupos y cantantes acallados. “En Santiago, el Barroco Andino fue un grupo que devuelve los instrumentos prohibidos —las quenas y las zampoñas— al escenario, lo que tuvo una relevancia enorme para el resto de los grupos. Mediante otra sonoridad pudieron hacer música de calidad sin levantar la sospecha del régimen. volvieron a legitimar unos instrumentos con una gran carga estética y simbólica, siempre relacionada a la izquierda. Por eso fue tan importante lo que hicieron. Fue un punto de partida”, destaca.
A fines de 1974 y comienzos de 1975 aparece una agrupación chileno-boliviana llamada Kollahuara, que logra hacer recitales en un circuito más masivo. Luego surgen figuras como Tito Fernández y Gastón Guzmán, quienes también hacen conciertos en un tono de búsqueda en los límites de la censura. Los integrantes de Illapu, por su parte, se organizan en torno al Tambo Atacameño, local de la Universidad del Norte, y se unen a una gira por Santiago junto a una treintena de artistas nortinos, actividades que les abren la posibilidad para grabar su disco Chungará, en 1975.
Para el académico Juan Pablo González, “el apagón cultural no sepultó el impulso de los artistas chilenos por mantenerse vigentes. La dictadura le puso la bota encima a la música chilena, pero tras un tiempo esa flor brotó por los lados en un esfuerzo rizomático y logró sacar sus brotes a pesar de la represión. Este proceso fue muy importante para Chile porque nuestra música probó tener una resiliencia enorme”.
En este contexto nacen expresiones muy variadas, como el auge de la música andina, figuras como Florcita Motuda y los artistas del Canto Nuevo. También estuvieron presentes las vanguardias, con Fulano y Electrodomésticos, y Los Prisioneros que adoptan la veta política de The Clash proveniente de Reino Unido. Más tarde viene la llegada del rock argentino con su impacto en el rock nacional y una escena muy variada, a pesar de la censura y la violencia ejercida sobre las y los artistas”.
Roberto Márquez se detiene especialmente en el Canto Nuevo, destaca su vocación política y su vinculación con la música anterior a la dictadura. “Ellos fueron los que portaron la semilla de la Nueva Canción Chilena y con mucho esfuerzo la mantuvieron viva, a pesar de la violencia y el permanente riesgo que significaba hacer música en esos tiempos. En este periodo es importante nombrar a los grupos Aquelarre, Cantierra, Abril, Nepale y a Ortiga, que nace justamente del semillero que tuvieron los Quilapayún antes del golpe, entre muchos otros. Chile ha sido ingrato en reconocer el valor de estos y estas artistas por mantener el canto a lo social pese a una tremenda adversidad”.
En 1976 existe en la música andina un punto de inflexión. En una gira por Argentina, los artistas de Illapu se fijan en un tema del autor Roberto Ternán: es el Candombe para José. El grupo le aporta la sonoridad andina y lo graban con el sello Arena. Rápidamente es difundido en las radios de todo el país y se transforma en un éxito inesperado. Este hit les abre un espacio diario en el programa Dingolondango de Televisión Nacional. Tal es el impacto que se destina una sección especial para la promoción de estos grupos en Canal 7. Ese es el inicio del llamado boom de la música andina.
Al respecto, Roberto Márquez da cuenta de la incomodidad de la agrupación frente a este espacio de difusión controlado por la dictadura. “Nosotros teníamos plena conciencia de que el régimen estaba utilizando la música andina para blanquear un espacio altamente censurado como lo era la música chilena y para nosotros, como decía Víctor Jara, la guitarra tenía sentido y razón. El candombe para José se cantaba en las casas, en las fiestas y también en los campos de refugiados que estaban siendo torturados”.
“Entonces intentamos separarnos del boom de la música andina e hicimos Encuentro con las raíces, obra poética musical que busca decir que nuestra música no es una moda porque pertenece a un territorio específico y narra las luchas de pueblos muchas veces postergados. Esta conciencia nos pone en sintonía con otros artistas, que bajo el alero del sello Alerce y Ricardo García dan forma a lo que fue el Canto Nuevo”.
A pesar de la actividad represiva y la violación de los derechos humanos, las y los artistas del Canto Nuevo se mantienen firmes actuando en el circuito de peñas, en la radio Chilena con Miguel Davagnino y ensayando una lírica metafórica que les permita continuar con un canto a lo social, esquivando a la censura. “Nosotros también vivimos ese asedio constante hasta que en 1981 no se nos permite volver de una gira y quedamos en calidad de exiliados”, cuenta el artista nortino.
Se abre un nuevo periodo determinado por la labor de las y los artistas chilenos en el exilio. Al respecto, la académica Lorena Valdebenito señala que, “en estos años, las actuaciones de las y los músicos fueron como una caja de resonancia para la Nueva Canción Chilena en el mundo, transformándola en un símbolo de la izquierda y del sentir de los pueblos oprimidos”.
Le preguntamos a Roberto Márquez qué es lo que se transformó en la música chilena con el golpe de Estado. “Queríamos hacer las cosas como nunca antes las habíamos hecho, tomar las riendas de nuestra historia, y de pronto todo se apagó, pero a pesar del dolor y la mordaza, la vida no se terminó, transformando nuestro canto en algo más poderoso y universal”.