Ha sido la noticia del momento. Por cierto, aupada por el conjunto de los medios con dueños privados que tienen un particular interés en este tipo de situaciones. ¿Tenía que suicidarse el Sr. A. García? ¿Es responsabilidad primordialmente suya? o ¿el quitarse la vida es incitación indirecta de acusadores externos que lo tienen como eventual corresponsable de caso de corrupción con la empresa Odebrecht? Alguna gente de Gobierno, el de aquí, claro, habría dicho que si se demostrase la inocencia de ese señor, entonces serían los acusadores culpables de su “asesinato”. Pero, por favor, ¿de qué estamos hablando? ¿Son los presidentes y/o dirigentes políticos seres fuera de lo común, tan especiales, que no pueden tocarse ni acusarse? Ya se demostró que Dilma en Brasil no era culpable de lo que se le acusó interesadamente. ¿Y qué pasó con todos aquellos –los medios en primer lugar- involucrados en esa acusación? Silencio. Ahora, es cierto: su suicidio puede ligarse obviamente a un interés en no ser acusado y castigado con cárcel, por ejemplo; y también, puede deberse a problemas de salud mental. Con todo, no deja de ser singular el momento que elige para quitarse la vida: justo cuando lo vienen a notificar. En fin, pero hay más cosas. Las cuestiones de fondo aluden al tema de las corrupciones estructurales que ha tiempo pueblan nuestros países; al desanclaje entre ética sociedad y política, y a las dificultades que tienen aquellos que hemos colocado en puestos para hacer justicia, para que la hagan (y no tiemblen ante los poderes de turno). Si estos últimos están también corrompidos, entonces por ahora el futuro no se ve muy halagüeño que digamos. Ni siquiera para esta democracia protegida y limitada. Con todo, tenemos que sacar el tema corrupción de su mero enfoque individualista. Es importante, como no. Pero no es lo único. Los individuos, más aun, los poderosos, no viven solos en una isla, aislados. Claro, siempre queda la pregunta rondando: ¿para qué un señor – cualquiera- que ha sido presidente de su país, nada de pobre ni desestimado por la divina providencia, acepta participar en actos de corrupción, de manera directa o indirecta? Como algunos se preguntan: ¿se debe a cierta patología, a la falta de ética o a un intelecto limitado en su ejercicio?
¿Es que todas las personas son entonces corruptas por “naturaleza”? Esto sería lo más fácil y tranquilizador. Es como cuando se dice: siempre ha habido flojos, pobres y delincuentes. Con el “siempre” y el “todos” estamos absolviendo a priori las responsabilidades personales y el juicio ético-político sobre el sistema dominante y su ideología. Nada se puede hacer entonces. Solo poner castigos y normas más férreas aun. Sin embargo, no podemos olvidar que la ética y la moral no flotan en el aire, fuera de la historia y los conflictos. Ambas responden a algún modelo filosófico, a ciertas normas, costumbres o tradiciones propias de una cultura determinada. Y hoy, ¿cuál es la ideología dominante en el país? Hablar de corrupción sin ir más allá, es quedarse corto: es el mismo sistema económico-político, de globalización neoliberal y capitalismo financiarizado, el que está viciado desde su propia raíz.
Corrupción es cohecho, soborno. Pero también es no pagar los impuestos que se deben pagar; blanquear dinero sucio (tráfico de drogas, de personas, de armas). También lo es el financiamiento ilegal de partidos políticos (algunos de ellos toman clases obligadas de ética) a cambio de tratos preferenciales en leyes y concesiones. Es corrupción explotar la clase trabajadora, especular en los mercados con el dinero de todos nosotros (AFP, Isapres). Es corrupción la compra de empresas en quiebra para luego reflotarlas y ganar la diferencia. Es corrupción cobrar precios abusivos de bienes públicos fundamentales (agua, electricidad, medicinas, alimentos). Es corrupción agrandar las brechas de desigualdad. Es corrupción corromper. Como se ve, la cosa es bastante más compleja que un mero acto personal que puede o no ameritar sanción. Bien lo vieron los antiguos: hay una especie de oposición fatal entre las riquezas y las virtudes. Cuanto más valoramos las riquezas, menos se aprecian las virtudes. El peor futuro que podemos vislumbrar seria deteriorar y anular nuestra capacidad de reflexión en torno a lo bueno y lo malo, lo justo o lo injusto, lo correcto o lo incorrecto. Seria educar para producir individuos muy informados, muy diestros en supertecnologías, pero sin embargo, indiferentes a lo que sucede a su alrededor. Muy capacitados, pero crueles y corruptibles. Lo sucedido con Alan García, y con tantos otros en la elite política, de aquí y más allá, los obliga a revisar de manera critica el ethos predominante entre nosotros, y al mismo tiempo, ir diseñando las formas, medios, reglas, actitudes y compromisos que pueden llevarnos al logro de una sociedad justa, donde realmente imperen la decencia, el bien común y los derechos humanos. Para todo esto necesitamos generar una revolución político-cultural; revolucionar esta democracia lánguida y nuestras propias formas de vida. Necesaria y difícil tarea, claro que sí, pero no imposible.