El mérito es un principio de justicia ligado al origen de las sociedades democráticas liberales. Una forma de resolver la tensión entre el principio democrático de igualdad y la existencia de desigualdades de hecho.
Este principio ha contado con un alto grado de legitimidad social. Es una noción que se ofrece como un modo de controlar los determinismos sociales, bajo el supuesto liberal de que el “talento” se distribuye como un potencial homogéneo a través de la sociedad. En Chile, el mérito se ha convertido en un auténtico código moral de un sistema educativo basado en el esfuerzo y la competición entre establecimientos y entre individuos. Pero, como se sabe desde hace décadas (y muchos experimentamos desde nuestra época escolar), las condiciones de base de esa competencia son estructuralmente desiguales y no hay política educativa masiva que se pueda sostener consistentemente en la noción del mérito individual.
Ahora bien, y es nuestro punto, la idea de mérito parece enmascarar al menos dos nociones de justicia relativamente independientes y cuya articulación requiere trabajo: una justicia basada en la equivalencia mutua, la igualdad en abstracto de los seres humanos, y otra basada en el reconocimiento de nuestras diferencias de capacidad y desempeño, la singularidad de cada persona. En Chile, vivimos una situación donde tal articulación no está adecuadamente resuelta. En psicoanálisis a una unificación forzosa de tendencias contrapuestas se le suele llamar formación de compromiso. El mérito en nuestro país funciona como una auténtica formación de compromiso, síntoma de un conflicto entre fuerzas que no se puede resolver sin amenazar la integridad de todo el sistema, a condición de mantener su precaria estabilidad. Y lo que logramos con ello, paradojalmente, es la irrealización de la justicia y la mantención de un orden social donde el mérito termina sirviendo para la legitimación de los privilegios asociados a la cuna y la erosión de los vínculos sociales con nuestros semejantes.
Hay cosas que se pueden tratar en términos de mérito. Hay ámbitos acotados donde tiene sentido que exista un reconocimiento desigual, debido a un estatus desigual en el que están implicadas responsabilidades y competencias específicas. Pero, desde un punto de vista democrático, las condiciones de vida generales, la sobrevivencia basal, no puede estar sometida al mérito. La calidad de la educación, la salud, la vivienda o la previsión que la sociedad ofrece a los ciudadanos son derechos sociales, condiciones para la realización individual, no logros de la vida personal con carácter opcional.
Un problema importante de la vida contemporánea es que la satisfacción de derechos sociales dependa del esfuerzo personal. Vivimos en la distorsión de que la estabilidad y la seguridad existen a condición del esfuerzo individual aislado y no de nuestra pertenencia a la comunidad humana. El desorden de nuestra sociedad nos pone en la situación de que, en efecto, el esfuerzo y su reconocimiento sea necesario para superar el puro nivel de la sobrevivencia y aspirar a un nivel de vida suficientemente decente. A condición, por supuesto, de transgredir el respeto que nos debemos mutuamente. El mérito se ha inflado de manera tal que se le propone, abusivamente, como criterio de ordenación social (acceso a una situación socioeconómica más alta) e incluso como código de acceso a derechos (hacer mérito en el proceso de postular a un “beneficio” social).
Quienes se identifican con la clase media y se atemorizan por el fin de la selección, tienen algunos puntos que deben ser atendidos con seriedad. Primero, cuando ven amenazado el contar con un grado de control de sus vidas a través de la postulación a colegios, la política educativa debiera lograr transmitir sentido de libertad a los ciudadanos, si se trata de una política que no solo pretenda regular, sino también producir legitimidad moral. Segundo, y lo más importante, el alegato del mérito puede estar motivado por una condición fundamental y muy seria: que en Chile el esfuerzo personal y la competición es una forma fundamental de aspirar a algo más que mantener la existencia en el nivel de la subsistencia. Cambiar esta cuestionable lógica social debe acompañarse de más seguridad y bienestar. De lo contrario, significa presionar moralmente a la sociedad sin ofrecer claramente una vida que se perciba como mejor para todos.
Renato Moretti y Francisco Reiter
Académicos Facultad de Psicología Universidad Alberto Hurtado
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