Fuente: El Mostrador
A comienzos de la década pasada, Michel Serres escribió un hermoso y breve libro titulado Pulgarcita[1]. El autor hace ver la enorme diferencia entre las experiencias de los nacidos en el siglo XXI y las de sus padres y abuelos. A esta juventud, hijos e hijas de un mundo trastocado, queremos enseñar un saber hecho para otra época que, además, suele estar disponible por medio de la tecnología. Pero esta juventud ya “no tiene la misma cabeza” de sus ancestros.
Siguiendo a Serres, antes de la imprenta de tipos móviles, hacía falta contar con una cabeza bien abastecida si uno se dedicaba a una disciplina del saber. Pero desde los inicios de la Modernidad, con la difusión del libro y la proliferación de sus centros de acopio, ya no era necesaria una cabeza llena sino una cabeza bien formada: más que saber, una cabeza que supiera cómo saber.
La necesidad de memorizar refleja una escasez de saber objetivado. Fahrenheit 451 nos mostró un mundo donde, gracias a la memoria, las obras impresas sobreviven a su destrucción. No vivimos en ese mundo, pero cabe la duda de si viviremos mucho tiempo más en el de la letra impresa. Nuestras ciudades están cubiertas de letras, pero pueden ser reemplazadas por códigos y señales. Nuestras universidades por mucho tiempo estuvieron hechas a la medida del libro, pero hoy parecieran acercarse a la del ordenador, otra forma objetivada de saber. Y ese mundo en ciernes, que ya no sería de la escritura ni del libro, ¿qué tipo de cabeza requerirá?…
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