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La ira

Opinión, del académico Hugo Bello Maldonado, del Departamento de Lengua y Literatura de la Facultad de Filosofía y Humanidades UAH.

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El 12 de octubre la empresa estatal Metro anuncia una subida en los pasajes de más o menos 0,50 centavos de dólar de un pasaje que ya costaba más de un dólar. El panel de expertos justificó el alza en la incidencia de diversos factores en la ecuación que dibuja el precio de los pasajes de la movilización pública en la metrópolis chilena. El Gran Santiago tiene más o menos siete millones de habitantes y dos millones de ellos se mueven a diario en el Metro. Sin embargo, esa ecuación despertó una reacción con consecuencias mucho más allá de las rudas matemáticas, pues la primera de ellas fue la incitación a evadir en los molinetes de entrada el pago del ticket, una reacción liderada de manera espontánea por estudiantes de enseñanza media y universitarios. Para el jueves 17 la evasión se masificó a tal punto que Metro comenzó a cerrar estaciones, con el consecuente caos vial a la hora de que las personas pretendían, en lo grueso, desplazarse a sus hogares.

El viernes 18, consecuente con su manera de resolver los problemas, el gobierno de Piñera metió a la policía en las estaciones para reprimir a los evasores -estudiantes que alegremente chacoteaban con la evasión. Mediante la represión buscaba detener una ola que se transformó, en menos de cinco horas, en un tsunami con consecuencias sociales y políticas que superan a todos los terremotos y tsunamis experimentados por esta nación del Pacífico en los últimos treinta años. Ese mismo viernes, por la tarde, el presidente de la República, mientras Santiago comenzaba a arder por todos sus costados, acudía a una pizzería a celebrar el cumpleaños de uno de sus nietos. ¿Desinformado por sus ministros, o un gesto de provocación? Todavía no lo sabemos. Pero era la hora en que al menos cuatro estaciones de Metro, enteramente hechas de concreto y acero, comenzaban a arder y en que otras diez eran desmanteladas por completo; tres o cuatro horas antes ya había vandalización de estaciones y corte total de las vías; un edificio de concreto, propiedad antigua del estado, hoy en manos de una empresa transnacional encargada de la distribución eléctrica, ardía de modo incomprensible hasta los pisos más altos desde una escalera de emergencias (que son escaleras que, por definición, no deberían arder).

Al las 12 de la noche el gobierno decretaba estado de emergencia y luego, el sábado, en menos de unas 24 horas, toque de queda. Ahora el ejército y la marina se hacían cargo del orden público, dejando en un rol secundario a las policías uniformada y civil. Ya las redes sociales, desde hacía horas, y con mucha más prestancia que los canales privados y el único canal público, trataban de dar cuenta de los hechos: heridas, pedradas, perdigones, policía uniformada disparando balas a gente desarmada; horas más tarde, militares en las calles. Comenzaban las pateaduras, las palizas, los castigos y las torturas, las mismas de diecisiete años con Pinochet a la cabeza y con la derecha que, como el ave aquella, dejaba hacer y deshacer mientras ellos dejaban de enterarse del mundo circundante, para poner al corriente muchos años después de que en Chile había existido tortura, crímenes de lesa humanidad, desapariciones forzosas, exiliados, etcétera, y un mar de lágrimas y de heridas que se nos han reactivado en menos de 24 horas de manera abrasadora.

El saldo de las movilizaciones, al domingo 20 de octubre, es de miles de establecimientos afectados, al menos cuarenta hipermercados de Wallmart saqueados, e incendiados por completo unos siete o más. Pérdidas millonarias en la red de Metro (destrucción de más de setenta estaciones total o parcialmente). Metro es estatal, y durante años la derecha ha deseado privatizarla, hasta ahora sin éxito. Esta red es una de las obras de infraestructura de la que los santiaguinos se sentían orgullosos. Hoy inutilizada en la mayor parte de ella.

Además de muchos cientos de tiendas saqueadas, iglesias con amagos de incendio, estaciones de peaje quemadas, mucha destrucción y saqueos masivos, la ira es lo que más se incrementa en el curso de las horas. Pese a ello, la mayor parte de los manifestantes, en el 90 por ciento, se expresan de manera pacífica, pero no menos exasperada. La marea de la ira sigue en ascenso, como el fuego azuzado por el alcohol; ahora, esas masas de estudiantes suman a adultos y viejos, que se paran de forma temeraria frente a los militares pertrechados de fusiles y tanquetas.

Estel pequeño país es ejemplo de desigualdades: la distribución de la riqueza más desigual de la OCDE, con las universidades del continente más costosas, con un mercado desregulado en el campo del trabajo, con pensiones de miseria para sus adultos mayores, con un sistema de salud pública en condiciones de miseria. Chile se adentra en estas horas en el momento más álgido, en más de treinta años, de luchas encarnizadas y marchas masivas, a cuyo frente no se divisa ningún dirigente de partido político conocido.

La mayor parte de los líderes sociales, hasta ahora, ha estado esperando que las cosas se resuelvan de manera espontánea, como comenzaron.  Nadie quiere hasta este momento hablar por los subalternos, y éstos no quieren por ahora hablar, porque descubrieron que quemar y marchar, gritar y arrojar piedras es el único lenguaje que al parecer puede ser escuchado.

De momento, el presidente ha detenido el alza del ticket de Metro, pero ese problema es ya menos que una excusa. Todas las capitales de las regiones del país están hoy en estado de emergencia, y los ciudadanos, por ahora, tenemos menos derechos que cuarenta y ocho horas atrás, y una ira que no cesa de correr por las calles con pasos acelerados.

 

Valparaíso, domingo 20 de octubre.

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